Ada Vega
La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre
que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo
observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas y pidió ver
rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. El vendedor
se dirigió hacia una vitrina reservada de donde retiró dos rifles
excepcionales. Tomó uno de ellos, con mira telescópica y culata estilo
Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos
le fue explicando.
—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida,
montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic,
con culata de cerrojo en madera de nogal seleccionada.
Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y
lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo
derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor
apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda
recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo
tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la
culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma
hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador.
Luego, casi morosamente, lo devolvió. La Luger, desde el anaquel,
continuaba observando al hombre.
Las manos le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo
las caricias que el hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego
comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron, los ardores
despertaron sus ansias y deseó a aquel hombre con desespero.
Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en la
ternura de una caricia. Pero estaba allí, en aquel estante alejado del
mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su
mente, el alma acaso, el espíritu de la Luger con su poder diabólico.
Si se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese
hombre sería suyo y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los
días.
El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras
le explicaba: —Este es también un excelente rifle para caza mayor,
especialmente para caza de jabalí. Es un Rémington semiautomático
modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica y calibre 35 whelen.
Fíjese —continuó diciendo— que tiene la culata moldeada con una
carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor.
Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.
Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó
minuciosamente el Rémington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la
culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira
telescópica lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz
surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador.
Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció
ver una chispa de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo
seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro
había logrado entrar en la mente del cazador.
El segundo rifle, el Rémington semiautomático, fue el preferido. El
precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un
cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía el
estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor
que lo acompañó solícito.
—Son armas cortas —le indicó, mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales.
—Esa es un Luger alemana —se interesó el comprador, al reconocer el arma.
—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor— perteneció a una
familia alemana. El dueño murió y los deudos quieren deshacerse de
ella. Es una Luger Parabellium 9mm, original —y agregó— la pistola
semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren
promoción —continuó diciendo— desean que se venda sin dar demasiada
información sobre ella. Si fuese posible a algún comprador que no le
interese su pasado bélico.
Tomó entonces el arma en sus manos y se la pasó al cazador mientras le explicaba su estructura y funcionamiento.
Le comentó que el 9mm Luger, o la Parabellum 9mm, era un cartucho
para pistolas de uso militar creado en 1902 por el ingeniero austríaco
Georg Luger, reconocido diseñador de armas de aquellos años. Asimismo le
recordó que fue utilizado por el ejército alemán en la Primera Guerra
Mundial incluso, con alguna variante, también en la Segunda Guerra
Mundial del pasado siglo XX.
—Actualmente —agregó— es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios
ejércitos del mundo. Además, usada también como arma deportiva, se la
considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos
especiales, para caza mayor de montaña.
El cazador escuchaba las referencias del vendedor sin apartar la vista
de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas
cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción
por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas
decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a
colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de
entregarla, cambió de parecer y resolvió llevársela consigo. Firmó un
nuevo cheque y pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues
— según explicó— él mismo la llevaría.
Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero.
Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran
valor, se la entregó al cazador.
Si bien, esa tarde, la venta se había realizado sin tropiezos para la
armería que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus
anteriores dueños, no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto
y en una acción imprevista abrió el estuche, retiró la pistola, la
colocó junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta y
resuelto, hundió a fondo el acelerador.
Después de hacer 200 Kms. sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa
de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban
su esposa y sus hijos.
La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de
Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a
mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío, una
vez establecido decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa
ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que
luego, ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en
una moderna estancia ganadera.
La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de
espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban
feroces familias de jabalíes que diezmaban constantemente las majadas.
Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se
avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado
cazador.
Esa noche después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su
familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola
Luger que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó.
Comentó del rifle y avisó que lo enviarían en breve.
De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio
entró a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos,
acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo
de un amor prohibido.
Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano, paulatinamente,
fue apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a
entender el real motivo que lo apartaba. En los últimos tiempos solía
permanecer largas horas encerrado solo en su oficina.
Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho
antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de
hablar con él, pero Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema
con su mujer. Nina entendió que la causa del alejamiento de Adriano
debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día,
pasaba más tiempo. De modo que, en la primera oportunidad que se le
presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una
vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la
pistola. No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una
pistola tan antigua —pensó— tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a
un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina
buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le
hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía— su marido dejaría de
amarla.
Ella le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si
había llegado el fin de aquel amor necesitaba conocer a su rival. Saber
quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber si era
más joven, más inteligente, más hermosa.
—Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo— y desdeñosa la tiró al fondo del cajón.
La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer.
Maldita, maldita —pensaba— y la envidia la corroía. Sabía que con una
mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son
fuertes —se decía— ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben
conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de
observarla—: Nina había cerrado el cajón.
En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de
vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento
más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia,
la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba,
decidía por él su vida y su futuro.
Poco a poco fue abandonando el trabajo en el campo y últimamente, sin
tener en cuenta que sus bienes no eran sólo suyos sino también de su
esposa y sus hijos, había delegado en el administrador de la hacienda
todo lo concerniente a su heredad y su patrimonio. Fue así perdiendo
interés en todo lo que lo rodeaba.
Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez.
Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, entró
decidida a poner punto final a la historia.
Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja
pistola que encontrara ella una tarde en un cajón de su escritorio.
La sostenía no como se toma un arma para limpiarla o cometer suicidio. La sostenía como…con afecto. Casi… ¿con amor...?
Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a
aquel pedazo de fierro viejo? Intuía que el hombre se estaba volviendo
loco, sin darse cuenta de que ya había enloquecido del todo. Decidida
se acercó al escritorio.
—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te has vuelto loco —le
gritó enojada. Y trató de quitarle la Luger de entre las manos. Pero él
no se lo permitió. — ¡No la toques! —le gritó. Y apretó el arma junto a
su pecho.
—Adriano, has perdido la razón, te has enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.
—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una Luger legítima. De colección. Es mía y me necesita.
—¿Ella te necesita? Hazme caso: si no quieres perder tu casa y tu
familia deshazte de esa pistola diabólica que está volviéndote loco.
¡Reacciona, por favor! ¿Desde cuándo las armas tienen sentimientos? No
te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento
de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué. Tienes que tirarla al mar
para que se entierre en la arena del fondo y nadie vuelva a encontrarla.
—Nina, no entiendes, yo no puedo separarme de ella porque la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.
La esposa de Adriano no quiso esperar más, se fue con los niños para la
casa de la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el
divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus pertenencias y la de los
chicos y una tarde cargó todo en la camioneta. Antes de partir se
dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó
el arma: —No te vas a salir con la tuya ¡pedazo de fierro viejo1 —le
dijo a la Luger
—Voy a llevarte conmigo y a tirarte al fondo del mar.
La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no
podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía,
hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer.
Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de
las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató
de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron
para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara,
Adriano y Nina con la Luger en medio de los dos y en el forcejeo, sonó
un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.
La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el
rumor de las olas al morir junto a la orilla. Sobre la rambla los
automóviles con sus luces encendidas se cruzaban en un ir y venir de
vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad. Inmutables
anónimos de los dramas que, por las noches, acechan en cada esquina,
en cada rincón.
El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena
húmeda. Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que,
como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos
alucinados. ¿Qué buscaba el hombre? ¿Hacia dónde iba? Intentó cruzar la
calzada y un automóvil lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó
tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban no se detuvieron. El
hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del automóvil para
dirigirse hacia el que estaba caído y comprobar que ya no necesitaba
auxilio.
Observó que sobre el pecho, la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo
de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una
Luger —se dijo. La tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin
pestañar. —Es una Luger Parabellum, de colección. ¿Qué hacía este
vagabundo con una Luger de colección? —se preguntó extrañado.
Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta
deportiva, volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.
La Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna, hacia un nuevo destino.
FIN
Currículo - Ada Vega, narradora, administro cuatro blog de Literatura
en Internet. Miembro de la Casa de Escritores del Uruguay.
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